martes, 28 de junio de 2005

La piscina de masa

Había una vez un niño que quería ir a una piscina por que hacía mucho calor. Llegó a la piscina con su toalla y se metió un buen rato, hasta que quien sabe por qué razón se cansó tanto de nadar, volvió a su casa y se durmió a las 6 de la tarde.
Al día siguiente, despertó medio mariado y teniendo alucinaciones de calor; después de un rato sin importarle lo que le estaba sucediendo, fue de nuevo a la piscina, pero esta vez no estaba tan cristalina y la estaba cubriendo una masa muy rara o algo por el estilo y siguió viendo alucinaciones, pero esta vez de frio y vió en estas alucinaciones que el agua estaba cristalina como la primera vez que la vió; se metió a la piscina y la piscina se chupó al niño.
Dos días después la mamá y el papá estaban muy preocupados y llamaron a la policía y le dijeron que su hijo había ido a la piscina y no había regresado en estos dos días.
Los carabineros dijeron que ya iban a buscarlo a la piscina y los carabineros se metieron en ésta sin importarle la masa y fueron chupados y así sucesivamente con todos los habitantes de la ciudad y al final no queda nadie en la ciudad.

viernes, 24 de junio de 2005

El globo dormilón

En una tarde de otoño, el viento soplaba suavemente y arrastraba las hojas que caían de los árboles, los niños corrían y jugaban en el parque de los castaños.
Era un parque adorable, un pequeño estanque de patitos y una gran fuente lo adornaban.
Dentro de él, las horas no existían, todo era como si el tiempo se parase a descansar y de un bolsillo de mago salieran las mejores fantasías de nuestros cuentos preferidos.
Allí iban los ancianos a pasear, a recordar las historias de su vida y a aprender a soñar de nuevo.
Un payaso vendía sus globos de colores. Siempre estaba rodeado de pequeños que le veían inflar sus globos e imaginaban como estos partían hacia el cielo formando figuras.
¡Mirad, el globo rojo se ha escapado!. Gritaba: un niño.
¡Seguro que ha subido a las estrellas, gritó otro!.
¡Me ha dicho mi mamá, que los globos son como nuestros sueños que a veces se escapan y dejamos de creer en ellos, pero luego viene otro sueño y volvemos a estar contentos. Lo mismo ocurre cuando un globo se nos escapa, cogemos otro y volvemos a divertirnos.
El payasete del parque siempre estaba rodeado de sus globos.
Un niño rubio, de ojos oscuros, le preguntó:
¿Por qué los globos se hinchan cuando los pones en tu bombona?.
Los globos, respondió: el payaso, tienen dentro un gas, que es algo que flota en el aire, y ese gas, se llama Helio.
Cuando pasan las horas el gas se va terminando y el globito se deshincha.
¡Puedes hincharlo otra vez, sólo necesitas soplar muy fuerte y el globo volverá a esta gordo!.
Los niños al ver al payaso, corrían a comprarle globos.
El globo de nuestra historia nació así.
Globi, era fuerte, pues lo habían llenado mucho de helio y tenía un maravilloso color azul.
Abrió su boquita para despertar de su sueño. El globo, se vió rodeado de pequeñuelos y de un payaso.
Tanto quiso curiosear, que cuando el payaso fue a vendérselo a un niño el globo salió volando hacia el cielo.
El payaso no pudo hacer nada por evitarlo. Y el globo marchó libre en busca de aventuras.
Globi, comenzó a dar vueltas, hasta que su hilo quedó atrapado en el alero de un tejado. Intentó salir de allí, pero no pudo.
Cerca del alero, había una gran ventana, llegó hasta ella, inclinándose un poquito.
A través de ella, observó como unos niños jugaban. Estuvo horas y horas viéndoles jugar, hasta que se quedó dormido.
Todos los días se repetía lo mismo, él, los veía jugar y se sentía feliz, pero le daba un poco de envidia no poder jugar con ellos.
Se movía de un lado para otro para llamar su atención, pero no conseguía que los niños le vieran.
Dormía y Dormía, quería tener fuerzas para moverse más y más.
Por eso, siempre estaba dormido, se cansaba tanto, que cuando descansaba seguía soñando despierto pensando que tal vez un día, los niños le verían.
Un día, hizo tanto esfuerzo porque le vieran que se pinchó en un clavito que había en la ventana.
Al pincharse, el globo salió despedido, el hilo se soltó con fuerza, y se elevó muy deprisa, muy deprisa, hacia arriba.
Él, sabía que le quedaba muy poquito para quedarse sin aire, entonces se elevó más y más como queriendo tocar las nubes.
Se elevó por encima de las casas y de la torre de la iglesia.
Se iba perdiendo en la lejanía y al cabo de un rato ya no volvió a vérsele.
Se perdió para siempre en el atardecer, allí dónde el sol, ya se oculta.
Seguro que está junto a las estrellas, haciendo mimitos a la luna.

Tocotoc el Cartero Enamorado

Tocotoc el Cartero Enamorado
Desde muy temprano, Tocotoc, el cartero de Cataplún, sale a repartir las cartas y los paquetes por todo el pueblo. En un morral grande y resistente Tocotoc lleva los mensajes y regalos que amigos y familiares de otros pueblos envían a los cataplunenses.
A las siete de la mañana Tocotoc da unos golpecitos en la primera casa de su recorrido que suele ser la de Kupka, el zapatero.
– Toc-toc-toc...
– ¿Quién es? –dice el zapatero.
– Soy yo, Tocotoc. Te traigo una carta de tu hija Tris. Viene desde Achix.
– La estaba esperando desde hace varios días. Gracias, Tocotoc –dice Kupka, abriendo la puerta–. Oye, ¿me acompañas a desayunar? Tengo pan recién salido del horno.
– Gracias, amigo, pero voy de paso.
El recorrido continúa por la casa de Lino, el pintor. De allí, Tocotoc pasa a la casa de Alba, que tiene un gallinero. Luego siguen Dubi, que prepara los jugos de frutas más deliciosos de la región, Santi, el entrenador de fútbol; Sebastián, el carpintero, y Plicploc, el plomero. Así, de casa en casa, Tocotoc va entregando el correo que tanto esperan sus paisanos. ¡Qué felicidad sienten ellos al recibir las cartas que Tocotoc les entrega! y siempre, cuando el cartero toca a la puerta, es bienvenido y todos en Cataplún tienen gran amistad con él.
A Tocotoc le gusta mucho ser cartero. Además de poder visitar todos los días a sus amigos, le encanta examinar cada sobre con atención. Le divierte ver los dibujos y los colores de las estampillas y sobre todo tratar de leer en voz alta los nombres de los pueblos lejanos como Ylikiiminki, de donde le envían recetas de helados a Hummmm; Xicoténcatl, donde Choclos tiene una prima; Al-Hanakiyah, donde viven los tíos de Soad la tejedora, o Rarotunga, la isla donde vive Masomenos, un antiguo profesor de Cataplún.
Pero Tocotoc no fue siempre un cartero feliz. Hubo una época en la cual a pesar de lo mucho que le gustaba repartir cartas, no podía evitar sentirse cada día más triste. La causa de tanto pesar era que él, el propio cartero de Cataplún, no tenía nadie que le escribiera una carta y no tenía tampoco a quién escribirle. Tocotoc no podía evitar un hondo suspiro cada vez que entregaba una carta y, a pesar de ser amigo de todos en el pueblo, se sentía des-cartado.
En todo su recorrido por las casas de Cataplún sólo había un momento en que Tocotoc se sentía verdaderamente feliz. Era cuando llegaba el turno de entregarle las cartas a María, la costurera.
– "¡Qué linda es esa costurerita! –pensaba el cartero y se peinaba y se subía las medias antes de tocar a su puerta.
Toc-toc-toc...
– ¿Quién es? –preguntaba María.
– Soy yo, Tocotoc, y te traigo una carta de Nina la costurera de Ravapindi –respondía el cartero, con las mejillas todas rojas y el corazón que se le explotaba.
La costurera, que era muy trabajadora, nunca tenía tiempo para charlas con Tocotoc y apenas si se despedía. El cartero, por su parte, era tan tímido que no se atrevía a decirle que estaba enamorado de ella.
Una noche, mientras ordenaba las cartas que debía repartir al día siguiente, Tocotoc tuvo una idea que le iluminó el rostro con una gran sonrisa: "Voy a escribirle una carta a María. Le diré lo que siento por ella sin que sepa que soy yo". Y así fue como por primera vez en su vida, el cartero de Cataplún escribió una carta.
«Hola , María:
Espero que cuando abras este sobre estés contenta y no te hayas pinchado ningún dedito con la aguja de coser. Tú no me conoces, pero yo sí a tí y yo te quiero mucho.
Tú me encantas, Mari. Tus ojitos son como dos limones y tus mejillas como dos bellas manzanas. Tu nariz de frijolito es muy graciosa y tus labios parecen dos pétalos de rosa. Cuando veo un sacacorchos me acuerdo alegremente de tus cachumbos y por las mañanas, la miel del desayuno me trae a la memoria el color de tu pelito. María, eres una niña muy bella, yo te quiero mucho.»
Tocotoc dobló el papel y lo metió en el sobre junto con una florecita silvestre.
Al día siguiente Tocotoc salió a repartir sus cartas silbando de alegría pero al llegar frente a la puerta de María se puso muy nervioso.
Toc-toc-toc...
– ¿Quién es? –preguntó María.
– So-soy yo, Tocotoc. Te tra-traigo u-una carta.
– ¿De dónde viene? ¿De quién es? –dijo María emocionada al abrir la puerta.
– No, no sé –dijo Tocotoc con las mejillas todas rojas y el corazón que se le explotaba.
– Bueno, hasta luego Tocotoc –respondió la costurera sin siquiera mirar al cartero.
Al día siguiente, cuando Tocotoc volvió a la casa de María para llevarle una revista, ella ya estaba esperándolo en la puerta desde mucho antes.
– Buenas, Tocotoc, ¿qué cartas me traes hoy? –preguntó impaciente la costurera.
– Buenas, María –dijo Tocotoc con emoción–. Te traigo una revista que viene de Ivigtut.
– Y... ¿nada más?
– No. Nada más –dijo Tocotoc.
– ¿No me traes otra carta como la de ayer? –preguntó María muy curiosa.
– No, María, nada más –dijo el cartero ordenando su morral con aire despreocupado.
– Bueno, hasta luego, Tocotoc –dijo María decepcionada.
Tocotoc se dio cuenta de que su carta había tocado el corazón de la costurera y como no quería que ella estuviera triste repartió rápido las cartas que le quedaban y se fue a su casa a escribir otra carta para María.
«Hola, María:
Ojalá te haya gustado mi primera carta. Te escribo nuevamente porque siento deseos de hablar contigo. Cómo me gustaría charlar contigo un ratico.
A mí me encanta pasear por el bosque, pero solo no me gusta ir, si tú me acompañas, ¡qué feliz sería yo!
Me gusta mucho cocinar pollo con cebolla y papas, pero me da pereza hacerlo para mí solo si tú quisieras comer conmigo ¡que feliz sería yo!
Me gusta jugar a las escondidas, pero no tengo con quién jugar, si tú quisieras jugar conmigo, qué feliz sería yo.»
Tocotoc dobló el papel y lo metió el sobre junto con una florecita silvestre, como la primera vez.
Al día siguiente María estaba en el balcón de su casa esperando a Tocotoc desde muy temprano.
– ¡Hola, Tocotoc! ¿Qué carta me traes hoy? –preguntó la costurera apenas vio aparecer a Tocotoc en su calle.
– ¡Hola, María! –dijo el cartero, un poco más tranquilo que los otros días–. Te traigo estas revistas y... una carta.
– ¿Una carta? ¿De quién? –dijo María, quitándole el sobre de las manos al cartero.
– No lo sé –dijo Tocotoc risueño.
– ¡Oh! ¡Qué bueno! ¡Hasta luego, querido Tocotoc –dijo María casi cantando. Tocotoc también quedó muy contento por el resto del día.
Desde entonces el cartero empezó a escribir una hermosa carta de amor a María todas las noches. La costurera recibía el correo feliz y Tocotoc, al ver que sus cartas eran tan bien acogidas, escribía y escribía y escribía cada vez cartas más bellas.
Los días fueron pasando y Tocotoc quería confesarle su amor a María. Quería pasear y conversar con ella. Cada vez que le entregaba una carta y María preguntaba: "¿de quién es?", él siempre estaba a punto de contestar: "mía".
Pero Tocotoc era tímido y pensaba que la costurera nunca lo iba a querer como quería a sus cartas. María cada día se conformaba menos con sus cartas y deseaba conocer la persona que escribía aquellas frases tan hermosas. Su curiosidad empezó a crecer y a crecer...
Un día Tocotoc dejó la casa de María para el final de su recorrido, pues había decidido hablarle a la costurera. Pensó pedirle a María que le hiciera una nueva chaqueta de cartero, así tendría la oportunidad de estar más tiempo con ella.
Al llegar a la casa de María, Tocotoc se peinó, estiró sus medias y tomó aire queriendo darse fuerzas. Después de entregar la carta a la costurera, le dijo:
– María, quisiera que tú me hacieras una nueva chaqueta de cartero.
– ¡Claro, Tocotoc! Te la haré con mucho gusto. Sigue y te tomo las medidas –respondió María muy atenta.
En el taller Tocotoc se quitó su vieja chaqueta de cartero y María empezó a tomarle las medidas.
– Manga: 63 cm, talle 55 cm, cintura 87 cm –iba diciendo y anotando la costurera.
– Oye, Tocotoc, ¿por casualidad tú no sabes quién me envía esas cartas que me traes todos los días? –preguntó de repente María.
– Pues, es que... no, la verdad... yo no sé –respondió Tocotoc, tan nervioso que hasta le temblaban las piernas.
– Está bien ¡Qué pesar! –dijo María y siguió tomando las medidas a Tocotoc.
Cuando terminó, la costurera pensó: "¡qué cartero tan guapo!" Tocotoc se despidió rápidamente de María y se fue a su casa corriendo a escribirle otra carta de amor.
María seguía esperando las cartas que Tocotoc le traía y como pasaba horas leyéndolas y releyéndolas, no avanzaba mucho en su trabajo y cometía errores al coser la tela. A Tocotoc no le importaba nada su nueva chaqueta de cartero. Para él era un placer pasar horas probándose la costura de María y conversando con ella.
Una tarde cuando la chaqueta por fin estaba casi terminada, María le preguntó a Tocotoc si quería quedarse a comer con ella.
– ¡Claro, María! –contestó Tocotoc–. Pero yo cocino. Te preparé un pollo con cebollas y papas, que es mi especialidad.
– ¡Delicioso! –respondió María y quedó pensativa– "¿pollo con cebollas y papas? Eso me recuerda algo...".
Tocotoc había empezado a cocinar y ella tenía que poner los platos en la mesa y las flores, que, como todos los días, le trajo el cartero en un florero. Cuando las estaba arreglando cayó en la cuenta de que eran las mismas que el escritor misterioso ponía siempre entre sus cartas.
"Florecitas silvestres, qué casualidad..." –pensó María–.
El pollo que preparó Tocotoc quedó sabrosísimo; y cuando terminaron de comer, María le propuso al cartero que jugaran un partido de damas chinas.
– No, María, mejor juguemos a las escondidas, es más divertido –dijo el cartero espontáneamente.
María aceptó y se fue a esconder de primera. Cuando estaba entre el baúl en que guardaba los retazos, pensó nuevamente en las cartas y el cartero:
"...escondidas...".
Jugaron un buen rato hasta cuando la costurera se sintió ya muy cansada. Tocotoc, que estaba feliz y lleno de ánimos, al despedirse le dijo desprevenidamente a María:
– ¿Te gustaría ir a pasear conmigo al bosque mañana domingo? ¡Qué feliz sería yo!
– Está bien, Tocotoc –le contestó María.
Esta vez la costurera confirmó sus presentimientos y pensando y pensando se quedó dormida en un asiento junto a la ventana.
Al día siguiente Tocotoc fue a buscar a María para ir al bosque. La costurera le entregó la nueva chaqueta de cartero y él se la puso para estrenarla durante el paseo. Cuando ya estaban en el bosque, María le preguntó a Tocotoc mirándolo fijamente:
– ¿De qué color crees tú que son mis ojos?
– Son verde limón –contestó Tococot inmediatamente.
– ¿Y mis mejillas, Tocotoc? –siguió preguntando la costurerita.
– Son como dos manzanas –contestó Tocotoc sin mirarla.
–¿Y mi nariz? ¿No es cierto que es grandísima?
– ¡María! ¡Estás bromeando. Tú tienes una nariz de frijolito –dijo Tocotoc mientras recogía unas flores silvestres.
– Tocotoc, la última pregunta: Por la mañana, ¿tú qué desayunas?
– A mí me gusta tomar un vaso de leche y pan untado con bastante miel, mucha, mucha miel –contestó el cartero, entregándole a María un ramito de flores silvestres.
Sin saberlo, ¡Tocotoc se había delatado! Al regresar a casa la costurera se despidió rápidamente del cartero y se sentó inmediatamente a escribir esta carta:
«Martes 18 de mayo
Querido Tocotoc:
Espero que cuando abras este sobre estés contento y no te duelan los pies de tanto caminar. Yo te conozco muy bien y te quiero mucho.
Tú, me encantas, Tocotoc. Si tú quisieras prepararme ese delicioso pollo con cebollas y papas otra vez, ¡qué feliz sería yo! Si tú quisieras jugar conmigo a las escondidas otra vez, ¡qué feliz sería yo! Si fuéramos a pasear por el bosque otra vez, ¡qué feliz sería yo!
Además las flores que tu me regalas son las más lindas del campo; y tus cartas, mi lectura preferida. Me gustaría mucho hacerte otra chaqueta para estar contigo otra vez. Me gustaría hacerte muchas chaquetas más!
María.»
María dobló el papel y lo metió en el sobre con una florecita silvestre. Al día siguiente, cuando Tocotoc terminó de hacer el reparto, encontró una última carta entre su morral. "Para Tocotoc el cartero de Cataplún", decía el sobre... Toco-toc no lo podía creer. Finalmente, el cartero de Cataplún, por primera vez recibió una carta.

Una Pastilla... Dos Pastillas

Parece mentira pero así es. Cuando María del Sol se enferma, la Gata Nata también. Si la niña está resfriada, con dolor de cabeza o simplemente indispuesta, la Gata Nata maúlla como loca, se arrastra por el suelo y no prueba la leche de su platico.
Entonces mamá llama al doctor de niños:
– Aló, doctor, la niña se siente mal. No, no tiene fiebre; no, doctor, tampoco tiene tos. Está decaída y no quiere comer nada. ¿Una pastilla de qué?... Ah, sí, ... Ya lo anoté... Cada seis horas... Sí, doctor. Bueno, doctor. Muchas gracias. Buenas noches, doctor.
Después mamá llama al doctor de gatos:
– Aló, doctor, la gata está enferma. No, no sé lo que le pasa. Lleva dos días sin comer y se pasa el tiempo tirada en un sillón. ¡Ella que es tan alegre! Sí, sí... Muy bien... una pastilla cada seis hora... Yo le aviso cómo sigue la gatica... Muchas gracias, doctor. Buenas noches.
Mamá consiente a María del Sol, ... y a la Gata Nata también. Una caricia por aquí, otra caricia por allá y todas tres, en la cama grande, parecen sentirse mejor.
Mejor,... hasta la hora de tomar las pastillas. La pastilla de María del Sol es redonda, grande y amarilla. La pastilla de la Gata Nata es cuadrada, pequeña y rosada. Mamá comienza con María del Sol.
– María, linda, mira que pastilla más bonita. ¡Debe ser deliciosa!
– Yo no me puedo tragar esa pastilla tan grande –dice María del Sol.
– Nena, por favor. El doctor dijo que te ibas a poner buenita.
– Yo no me la puedo tragar –dice María del Sol.
– Mi chiquita, prueba con jugo de naranja. Mira, cuando estés bien, te llevo al parque para que montes en columpio.
– Yo no quiero –dice María del Sol.
Mamá intenta con la Gata Nata.
– A ver, Natica, vamos a darle buen ejemplo a María del Sol. Tú sí te vas a portar bien y te vas a tomar la pastilla.
La Gata Nata no abre la boca. Se voltea para un lado y sigue durmiendo.
– Gatita bonita. Yo te ayudo a tomarte la pastilla. A ver, abre la boca y toma un poquito de leche.
La Gata Nata no abre la boca. Se levanta y camina perezosa hasta la otra esquina de la cama. Estira todo el cuerpo, se vuelve una bolita y sigue durmiendo.
– Nata, Natica. Abre la boca y trágate la pastilla. Mira que ya me estoy poniendo muy brava.
Y mamá atrapa a la Gata Nata, le abre la boca a la fuerza y empuja la pastilla con el dedo. La Gata Nata maúlla, pega un brinco y se esconde debajo de las cobijas.
Mamá intenta otra vez con María del Sol.
– Ves, María, la gata se tragó su pastilla. Ahora te toca a ti.
Y mamá atrapa a María del Sol, le abre la boca a la fuerza y empuja la pastilla con el dedo. María del Sol patalea y se esconde debajo de las cobijas.
– Por fin –dice mamá–. Si los doctores supieran lo difícil que es cuidar a estas criaturitas. Seguro que los doctores no tienen ni niñas ni gatas.
Mamá se va a la cocina. María del Sol y la Gata Nata se acomodan bien en la cama y duermen tranquilas toda la noche.
Por la mañana, María del Sol y la Gata Nata amanecen muy bien. Desayunan leche y pan y salen a jugar al jardín. Mamá está contenta de verlas curadas y va de cuarto en cuarto arreglando la casa.
En el cuarto de María del Sol, mamá dobla la piyama, quita las cobijas, estira las sábanas. De pronto, ... debajo de la almohada, encuentra una pastilla redonda, grande y amarilla. Al lado de esa pastilla, encuentra otra cuadrada, pequeña y rosada.
– Menos mal que no se tragaron las pastillas –suspira mamá–. Por un momento creí que se las habían tomado al revés. –Después recoge las dos pastillas, las bota y termina de tender la cama.

Turbel, el viento que se disfrazó de Brisa

Erase una vez un viento cansado. Tan cansado que no era capaz de levantar los pies para dar un paso. A duras penas podía arrastrarlos.
Y tenía un montón de razones para estar así. Había perdido la cuenta de los otoños que pasó, de aquí para allá, arrancando hojas de los árboles. Venía de participar en cientos de huracanes y tornados.
En su larga lista de quehaceres cumplidos, figuraban también millones de tornillos desatornillados, mástiles de buques desamarrados, campos de trigo y de flores arrasados.
A estas alturas de su vida resultaban ya incontables los marineros que por Turbel –así se llamaba este viento– tuvieron que rifar las velas de sus embarcaciones. Mejor dicho, rasgarlas con un cuchillo, antes de que Turbel las destrozara.
Vivió siempre tan atareado que ni siquiera tuvo un rato para sentirse agotado. Y era un viento viejo. Tenía un pocotón de años encima. Andaba ya por los 2 millones 527 mil 320.
Sí, Turbel era un viento viejo que jamás había tenido tiempo para sentir fatiga.
Iba arrastrando los pies, con la cabeza agachada. Así nadie notaba que estaba ojeroso, sudoroso y maltrecho. Su estado era lamentable, la verdad.
En un momento, y sin saber por qué, levantó la cara –lo hizo con dificultad– y vio una nube que atrapó su mirada y lo dejó boquiabierto.
Era tan blanca, tan cálida, tan tierna... que no resistió las ganas de sentarse en ella.
Y por primera vez en su larga vida, pensó que no importaba el afán, que lo único que quería era descansar. Estirarse, abrir los brazos, dar enormes bostezos; y así lo hizo.
Se desplomó panza arriba y despatarrado, como si fuera un viento comodón.
Se enrollaba para un lado, se enrollaba para el otro formando un ovillo. En verdad estaba tan, pero tan a gusto sobre esa nube que no le importó que los días volaran sin querer hacer nada.
Ni siquiera le hizo caso al pí-pí-pí de su reloj que le anunciaba el comienzo del otoño en Chile y Argentina. Ni se inmutó cuando escuchó la señal enviada por los vientos del norte que necesitaban su ayuda para formar un huracán.
Resultaba tan placentero estar así, acunado en la nube, que terminó desconectando la alarma del reloj para que nada interrumpiera aquel deleite.
No recordó tampoco el SOS de Trombondó. Así se llama un viento que vive en el lejano Chocó, un rincón del mundo donde el mar abraza a la selva y no para de llover.
Trombondó necesitaba auxilio en su tarea interminable de estrellar nubes contra la montaña y convertirlas en lluvias. Estaba un tris desalentado y no quería que por su debilidad Chocó perdiera su fama como uno de los lugares más lluviosos de la tierra.
Pero Turbel prefirió seguir disfrutando de la quietud. Cuando no estaba dormido miraba en el cielo las estrellas que jugaban y las nubes pequeñas y blancas que se acercaban y alejaban al ritmo de la brisa.
Un día un aroma desconocido lo hizo incorporarse. Se asomó a una especie de balcón que tenía su nube y miró hacia abajo, hacia la tierra, pues desde allá subía la peculiar fragancia.
¡Quedó maravillado! No podía creer lo que estaba viendo. Se enderezó, se restregó los ojos y cuando recobró la calma se dedicó a observar.
La tierra era una alfombra con mil verdes distintos, salpicada de rojos, lilas, morados, amarillos, blancos y rosas.
– Debe de ser eso que llaman primavera. ¿Será? –alcanzó a dudar Turbel mientras se rascaba con uno de sus largos dedos la cabeza.
Se arrodilló y acercó su morral de cachivaches, una verdadera caja de herramientas que siempre cargaba.
Allí llevaba muchas cosas: un par de pesas para hacer ejercicios. Con ellos templaba los músculos del pecho y ganaba fuerza para soplar; pastillas para la garganta, pues a veces se le secaba de tanto aullar; hojas de eucaliptus y menta para preparar infusiones y hacer gárgaras; una brújula para no equivocarse jamás en su manera de girar, y miles de secretos más que Turbel guardaba con celo.
Pues bien, del fondo del morral de cachivaches, sacó unos pequeños binóculos y se dedicó a fisgonear la tierra. Vio los árboles cargados con flores de todos los colores. Algunos tenían tantas y tan grandes que sus ramas encorvadas tocaban el suelo.
¡Vio también tal cantidad de pájaros revoloteando...! Parecía que llegaban de un largo viaje. Todos cargaban al hombro un pequeño atadito, con las pertenencias más queridas.
Turbel los espió unos minutos. En los árboles, descargaban su equipaje y se dedicaban a fabricar sus nidos.
Ya no le cabía la menor duda: lo que estaba viendo era eso que llamaban primavera. Nunca le había sobrado un rato, para conocerla. ¡Como siempre viajó sin parar de aquí para allá, de norte a sur, de oriente a occidente para cumplir con puntualidad su apretada agenda!
Siguió examinando la tierra. Estaba realmente embobado. De repente vio algo que no le resultó del todo extraño: un árbol adornado de mil pinceladas lilas. Y se iluminó un recuerdo que tenía refundido en el fondo de su mollera gris: el de su abuela Brisilda.
Cuando Turbel era un viento bebé ella le soplaba cuentos e historias fantásticas. La abuela fue una gran contadora de cuentos. De los lugares más remotos recibía invitaciones para arrullar con sus relatos a los vientos recién nacidos.
Ella atendía con cariño cada llamado. Preparaba su equipaje: un costal pintado con lunas y estrellas, donde acomodaba los cuentos y las velas.
"Los cuentos sólo se dejan contar a la luz de una vela", decía Brisilda. Y ella tenía una vela especial para cada uno.
"Vela y cuento deben ser de igual tamaño, decía, para que se apaguen al mismo tiempo y se refundan juntas en el sueño".
Brisilda cargaba entonces velas cortas para los cuentos cortos, velas más largas para las historias más largas.
Cuando estaba lista se amarraba un pañuelo a la cabeza. Le gustaba que durante el viaje, las brisas jugaran con su cabello y le despejaran la cara. Una cara tan dulce que parecía hecha de algodón de azúcar.
Pues bien, la abuela Brisilda le habló con frecuencia a su nieto de los cerezos en flor: "Un árbol que en primavera se llena de pinceladas lilas y moradas: están suspendidas en el aire, como sostenidas de la nada". Así los describía. Estas pinceladas lograban embrujar a Brisilda.
"Sí, claro", pensó Turbel –mientras buscaba un acomodo que le permitiera curiosear mejor–: "Esos son los cerezos en flor".
Los miró y los miró largo rato. Eran tan frágiles, tan hermosos! Le pasó igual que a la abuela: quedó embelesado. Tuvo que enredarse en la baranda del balcón para no caer al vacío. ¡Estaba tan conmovido!
Y por primera vez en sus 2 millones 527 mil 320 años le dieron ganas de no ser un viento rápido destrozón.
Abrió de nuevo los ojos –los había cerrado de la emoción– y volvió a mirar hacia la tierra. Este viento en verdad estaba hipnotizado.
Y descubrió a una niña de trenzas negras y vestido de flores lilas, rojas y verdes. Se entretenía tratando de adivinar su cara reflejada en un charco de agua de lluvia.
Hasta los oídos de Turbel llegó el rumor de una canción que entonaba la niña. Formó una especie de caracol con las manos para escuchar mejor. Esto cantaba ella:
"Llora el viento en el cantode una nube sentadoy sus lágrimas lluevensobre mi mejilla rodando."
Turbel sintió deseos de ser brisa para hacerle cosquillas en el cuello. Pero claro, como era un viento veloz no podía hacerlo. Y tuvo una idea. disfrazarse de brisa.
– ¿Pero cómo? –se preguntó. Y quedó pensativo.
Tropezó con un problema: no estaba acostumbrado a fabricar pensamientos nuevos. Al fin y al cabo no los había necesitado en una vida en la que jamás se planteó un cambio de rumbo, un desliz.
Fue tanto el esfuerzo que la cabeza le empezó a dar vueltas; le dolía. Al fin se le ocurrió una idea: taponarse la boca con una mota de nube blanca; así no soplaría tan fuerte. Le pidió a la nube que le regalara una mota para realizar su plan.
La nube le dijo inmediatamente que sí. Ella misma se encargó de elegir la más adecuada. Turbel la acomodó, con cuidado, en el bolsillo de su chaqueta: Una chaqueta especial que usan los vientos para aguantar el frío que sienten cuando corretean por el cielo. Así la tendría a mano en el momento de actuar. Organizó su equipaje, el morral de cachivaches y cuando estuvo listo le zampó un besote a la nube y partió en dirección a la tierra.
Pensó que sería mejor hacer una prueba: "No vaya a resultar todo un desastre" –se dijo–. Frenó en seco. Provocó un verdadero alboroto, pues el cielo estaba anubarrado.
Sopló. Pero sopló igual a como lo había hecho durante su ya larga vida. La mota de nube blanca salió despedida, muy lejos, hecha pedazos.
"No soy brisa", se dijo Turbel desconsolado. Pero no se dio por vencido. Regresó a la nube –la quería ya como a una cómplice de travesuras–, y se sentó.
Y de nuevo le llegó el rumor de la canción que repetía y repetía la niña de las trenzas negras:
"Llora el viento en el cantode una nube sentadoy sus lágrimas lluevensobre mi mejilla rodando."
Dos inmensos lagrimones rodaron por las mejillas de este viento que tampoco había tenido nunca tiempo para llorar. Las secó con sus manazas. Frunció el ceño y así, cejijunto, se puso a pensar. Tenía que encontrar la manera de convertirse en brisa.
La nube decidió ayudar a su amigo a encontrar una solución. "¡Ya sé! –gritó cuando se le ocurrió una idea–. Te amarras las piernas; así no podrás correr!".
Las piernas de los vientos son como dos largos velos. Amarrarlas resultó una tarea un poco complicada. Turbel se elevó; se quedó quieto suspendido en el aire con las piernas flotando. La nube se colgó de la punta de una de ellas, se columpió hasta alcanzar la otra pierna y las amarró.
Cuando Turbel intentó caminar no pudo, se enredó, tropezó y ¡plof!, se fue de narices. La nube lo mimó un rato, pues quedó un tanto magullado. Luego, de nuevo, los dos amigos, cejijuntos, se pusieron a pensar.
Fue entonces cuando Turbel recordó que un día, casi un millón de años atrás, su abuela Brisilda le había regalado "El libro de las sorpresas: enciclopedia de palabras fantásticas". Era justo el momento de usarla.
Rebuscó en su morral de cachivaches. Estaba seguro de haberlo dejado en algún rincón. Sí, aún existía. Aunque era realmente añoso –sus páginas estaban amarillentas y sus letras borrosas– todavía se podía leer. Buscó la palabra clave: brisa, y encontró: airecillo.
Se tomó la cabeza con las dos manos y repitió en voz alta: "Airecillo: aire lento...".
Resultó ser más sencillo de lo que imaginaba. Si quería ser brisa simplemente debía cambiar de velocidad al andar. Olvidarse de su velocidad de ráfaga, y aventurarse en el mundo con un nuevo paso.
Se enderezó, echó a la espalda su morral de cachivaches, con un sonoro beso dio gracias a la nube y partió.
Pronto descubrió el secreto: saborear cada paso. Uno, dos; uno dos... fue avanzando lentamente... Y fue tanto lo que alcanzó a sentir con los pies, que lo invadió el placer de liberarse del afán que lo acompañó durante casi 2 millones 527 mil 320 años...
¡Con la pisada recién estrenada Turbel sentía, una a una, las nubes que navegaban, a su lado, por el cielo.
Las pudo hasta contar con los largos dedos de sus manos: una, dos, tres, cuatro...
Incluso se permitió fantasear: imaginó que una nube tenía forma de pájaro, que aquella de más allá era igualita a una cometa. Y cerró los ojos del susto, pues vio a una que parecía un fantasma.
Llegó a la tierra. Justo al sitio donde estaba el cerezo en flor y la niña que se había arrimado a su sombra.
Sopló suave, como lo hacen las brisas. Apenas dos o tres pinceladas lilas suspendidas en el aire, se desprendieron de la nada y cayeron sobre la mejilla de la niña.
Ella sintió una delicada cosquilla sobre su piel: abrió por un instante sus ojos y sonrió.
– ¡Caray! –dijo Turbel sorprendido. Se sentía mareado de tanta felicidad. Y no pudo resistir las ganas de ponerse a dar volteretas hasta que se convirtió en una brisa bailarina.
Levantaba hojas aquí, flores allá, formando pequeños remolinos. La niña se levantó y en medio de sonoras carcajadas, empezó a corretear tras ellos tratando de atraparlos.
Pasaron horas y horas y Turbel y la niña no paraban de jugar y de bailar. A ninguno de los dos les importaba que el tiempo pasara...
¡Eran tan, pero tan felices!

Mi guarén esta de cumpleaños con su super amigo Laucha el Peludin

Mi guarén, ( de todas las historias pasadas) está de cumpleaños, cumple 7 años e invito a un muy buen amigo pero muy fresco porque se quería comer el pastel solo y se ah quedado por dos días a dormir en mi propia casa, el día de hoy como yo estoy de cumpleaños el amigo del guarén con un tío mío llamado Álvaro y mi tía ayudaron a armar mi fiesta, pero antes de llegar a mi fiesta me regalaron una impresora súper buena, también me compraron un libro de Harry Potter y el prisionero de Azkaban y por último un súper riquísimo chocolate. Y muchos regalos más por otros familiares obviamente.

jueves, 23 de junio de 2005

Día del papá

Había una vez un niñito chiquitito llamado Arturo, que tenía 6 años y que también iba al colegio.

Ayer habían hecho el regalo del Día del Padre, que fue un lindo retrato de él; después hicieron un poema y llegó el día de entregarle el regalo y muy cariñosamente le dijo:
- Te amo mucho y te deseo un muy feliz día, y el papá le sonrió y le dijo:
- Muchas gracias hijo, te tengo una sorpresa muy grande para que la pasemos muy bien en mi día y es ir a jugar a la pelota como a ti te gusta tanto. Y así fue cada año.

viernes, 10 de junio de 2005

Las amigas y su casa inundada

El día de hoy a esta misma hora a las 3:14 las amigas flojas estaban cantando igual que la cigarra, feliz de la vida hasta que se les inundó la casa por tanta lluvia.

Se les pegaban las patas, se pegaban y luego cayeron a un alcantarillado y se las llevó al mar donde se transformaron en arañapez y viajaban en los barcos hundidos, encontraron tesoros y esqueletos de piratas, vivieron muchas aventuras más pero llegó el momento de despedirse del mundo marino porque ya había pasado el tiempo de 2 días para estar abajo del mar y volvieron a su casa, ya había dejado de llover y sacaron toda el agua con un balde y volvieron a ser las mismas flojas de siempre.

jueves, 9 de junio de 2005

El perro y su cachorro

Había una vez un perro que vivía solo y triste en una casa chica de perros, hasta que vio pasar a una perra en la mitad de la calle y se enamoró al tiro.

Trató de conquistarla con flores y un hueso pero no lo logro, después trato de nuevo con lo mismo pero con un hogar calientito para el invierno y con cachorros, la perra pensó un momento y aceptó. Después de 1 mes nació un cachorro llamado Junior muy bonito y chiquitito con manchitas café y blanquitas.

Un día mientras dormían en una casa grande de segundo pisos se escapó el cachorrito, subió las escaleras y se perdió en todas las puertas que estaban, más rato despertaron los dos juntos y vieron que no estaba el cachorro, lo buscaron por toda la casa menos por el segundo piso porque casi nunca subian.

Como no encontraron al cachorro en el primer piso lo fueron a buscar arriba con cuidado porque las escaleras crujían mucho y podían romperse, llegaron al segundo piso y entraron en casi todas las puertas menos en la última puerta donde estaba el cachorro, la última puerta era una pieza muy bonita con juguetes, con TV y pared Azul Mar, encontraron al cachorro durmiendo en el suelo y como los padres le gustó tanto esa pieza que se quedaron ahí para siempre.

El computador que siempre tenía virus

Un día unos papás compraron un computador que se lo regalaron a su único hijo Pedro.

Pedro siempre bajaba música, juegos, instalaciones, etc que venían con muchos virus y cada día el computador se volvía más lento, hasta que el computador se apagó con tanto virus e incluso lo mandaron a arreglar y nada pasó, lo mandaron donde los expertos en computación y tampoco le pasó nada ni una pequeña chispa ni sonido salía del computador hasta que no le quedaba más remedio que abrir ese computador y revisarlo y saber si era o no era virus, bueno le sacaron la tarjeta de sonido, intentaron y logró prenderse pero por muy poco tiempo, por casi 40 minutos solo para instalar un programa eliminador de virus y sacar todos los virus que Pedro había metido en el computador, y después Pedro quedo feliz sin bajar cosas raras de Internet y dejar limpio el computador.

martes, 7 de junio de 2005

En mi depto. hay una paloma mutante

Había una vez una paloma que siempre dormía en una parte del balcón acurrucada con su alitas y soñando muy feliz. Un día llegó volando un químico al balcón que parecía agua y se la tomó, después de media hora la paloma empezó a mutar poco a poco, otra media hora después se convirtió en la paloma mutante es decir que se convirtió en una paloma gigante y empezó a picotear y pisotear cada vez que alguien la molestaba o le pegaba.

Cuando estaba durmiendo un hombre le pegó y le gritó paloma tonta para de destruir nuestra ciudad, la paloma se despertó furiosa, escuchó y respondió al tiro y lo aplastó, como furiosa estaba la paloma furiosa estaba la gente. Las personas se juntaron e hicieron un grupo y se volvieron contra la paloma pero nada pudo detenerla.

Ya cansados de esa paloma utilizaron la última esperanza que les quedaba, invocaron a un mago para que transformara a la paloma en una paloma superhéroe que salvara a las personas.
Ahora cada vez que un maleante amenaza a una persona la paloma salva a la persona y los lleva a la cárcel.

lunes, 6 de junio de 2005

La Caperucita Roja

Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver. Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar. —¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz? Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije: —Quiero regalarte una flor, niña linda. —¿Esa flor? No veo por qué. —Está llena de belleza —dije, lleno de emoción. —No veo la belleza —dijo Caperucita—. Es una flor como cualquier otra. Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance. —Mira mi reguero de lágrimas. —¿Te caíste? —dijo—. Corre a un hospital. —No me caí. —Así parece porque no te veo las heridas. —Las heridas están en mi corazón —dije. —Eres un imbécil. Escupió el chicle con la violencia de una bala. Volvió a alejarse sin despedirse. Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. “Bonito disfraz”, me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo. Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque. —¿Vas a la escuela? —le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete. —Estoy de vacaciones —dijo—. ¿O te parece que éste es el uniforme? El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo. —¿Y qué llevas en el canasto? —Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar? Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí. —Corta un pedazo. Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón. —Es un experimento —dijo Caperucita—. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres. Y me dejó tirado en el camino, quejándome. Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme. —La receta funciona —dijo—. Voy a venderla. Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo: —Cómete a la abuela. Abrí tamaños ojos. —Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad. No podía creerlo. Le pregunté por qué. —Es una abuela rica —explicó—. Y tengo afán de heredar. No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí. Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores. Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo. Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia. Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí. Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.

miércoles, 1 de junio de 2005

Las aventuaras del Guarencito

Había una vez un Guarén gordo y peludo que decidió emprender un viaje al colegio de Guarenes Hispano Americano. El día de ayer el Guarén exploró su colegio en todas las salas de Kinder hasta el curso de IV medio y en todos esos cursos habían bancos, sillas, escritorios, estantes y pizarrones.

Al día siguiente exploró los laboratorios, en ellos había instrumentos, huesos de dinosaurios y muchas cosas que al guarencito le llamaron la atención.

Guarén anotaba cada cosita interesante que veía porque nesecitaba preparar una disertación.

El día de la disertación fue el 1 de junio y el tema fue la biblioteca. Y Guarén dijo: Yo fui a explorar la biblioteca y saque fotos de los libros importantes, también los estantes viejos que contenían libros muy antiguos. También escribí sobre los escritores más importantes, y son: Pablo Neruda, José Donoso, Marcela Serrano, Isabel Allende y Luis Sepúlveda.

Todos quedaron muy contentos con la disertación de este Guarencito Explorador el que se hacía cada vez más famoso con su blog.